ALTO!

ALTO!

Pare!, respire… tómese un tiempito, total…
no hay adonde ir donde no estés.

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ALEIDA

 

 

 

Dionisio comenzó el año con grandes cambios, al parecer, era de los que creían más en el salto al vacío que en el metódico paso a paso. La razón esencial, la génesis de este proceso y de cualquier otro movimiento en la vida de Dionisio era siempre la misma, la musa, a quien llamaremos, para abreviar, Aleida.

A travès de los ojos del hombre veremos a Aleida de una belleza indescriptible, el cuerpo estilizado, ojos fríos y lejanos, etérea y de edad indefinida. Tal vez el hombre no vea claro, tal vez estè perdidamente enamorado, lo cierto es que a traves de su mirada no hay imperfecciones, ni manchas ni dudas: ¡Ella es perfecta!

Tan perfecta que sutilmente y sin palabras insta a Dionisio a que se aleje y salga al mundo. Especula èl que ella teme que su amor estè condicionado por el aislamiento y por la simbiosis de años que llevan en el viejo almacén que hace décadas no abre sus puertas.

Este equilibrio perfecto se ve roto por esta nueva necesidad y Dionisio, aterrado, elige un saquito de medio estación y sale a la calle, mientras ella lo mira partir sin dar una señal confusa. El sabe que es necesario, confía en ella, aunque no concibe la posibilidad   de que afuera haya nada tangible o etéreo que cambie su mirada.  “Aleida es inconmovible”, piensa mientras va calle abajo.

Las mujeres con las que se cruza; la gente, en general,  ordinaria camina, vive de forma ordinaria, todos van hacia algún lugar, todos son,  nadie se atreve a estar. Extrañamente le llama la atención este devenir y se dedica un tiempo a observar mejor, no al enjambre sino a sujetos en particular y a tratar de adivinar sus historias. Todo lo que puede imaginar es grotesco, no puede entender porque Aleida lo obliga a salir…A penas se formula el interrogante surge clara la respuesta, como una epifanía: Ella quiere que èl sepa (no que sienta) que la vida junto a ella es perfecta, quiere su certeza absoluta. Detrás de esta imagen Dionisio descubre un dejo de amargura.

Vuelve a casa màs tarde de  lo imaginado, Aleida no reprocha, pero Dionisio percibe la tensión. Ella quiere saber, pero no pregunta y èl no esta dispuesto a hablar.Se sorprende enojado, es un sentimiento al que no esta acostumbrado, lo saborea un rato mientras recuerda los olores de las imágenes de  gente corriendo por  calles y plazas.

La semana trascurre igual, Aleida sospecha que èl no esta feliz…. ¡Tiene que sospecharlo! El llega cada día unos minutos màs tarde, tal vez lo hace adrede, pero lo cierto es que Dionisio sabe que no seria leal no aprovechar la experiencia al maximo, ya que si no viviese fuera del almacén todas las situaciones necesarias, Aleida no confirmaria   que no hay nada  más importante que ellos dos.

El miércoles viò una pequeña arruga en el rostro de Aleida, nada llamativo, una línea insignificante cerca de sus ojos.Inmediatamente trata de disimular, de mirar hacia otro lado, que ella no lo perciba,  pero unos minutos más tarde discuten, si así puede llamarse a un escueto cruce de palabras, todas dichas por èl.

Esa tarde, caminando sin rumbo fijo se vio mirando un dorado cartel que anunciaba los servicios matriculados de un Psicólogo y pensó que además de una experiencia novedosa podría servir con su nuevo problema y así, sin querer, comenzó la verdadera conversión de Dionisio Pérez: sesenta y tres años, casado en segundas nupcias con Aleida, de edad indefinida.

Las sesiones semanales le revelaron verdades universales, le ayudaron a valorarse e inexorablemente a comenzar a ver algunos defectos en su ya no tan inmaculada compañera.

Es que Dionisio no era un ser individual, a lo largo de los años se había acostumbrado a ver ya no su vida, sino la entidad que formaba con Aleida, que lo acompañaba desde la desafortunada desaparición de su primera esposa. Quien  simplemente se fue un día hace treinta años, es decir, desapareció. Pero esto es historia antigua y no nos ocupa ahora.

Desde aquel entonces Aleida había sido su vida, hasta hoy en que la psicóloga le había preguntado… ¿y usted Dionisio, usted? Y  Dionisio se había quedado mudo. Ella asegurò que su silencio hablaba por si mismo y así fue; porque el paciente estuvo varias horas traduciendo su silencio en pensamientos e ideas que luego recordó como rubricados por la doctora, con gestos afirmativos incluidos por su imaginación. Y así de a poco, fue formando una imagen opaca de su vida en el almacén, rodeado de viejas estanterías y cajones llenos de botones y elásticos de la época en que bajó las persianas y cerrò.  Solo cerrò. Con todo lo que quedaba adentro, sin hacer una liquidación, sin aviso. Solo èl con Aleida. De pronto esa realidad le pareció monstruosa y se lleno de odio.

¿Ella no lo había visto? El no lo sabia, pero no había retroceso, èl había visto y eso ¡Era suficiente! Caminò hacia su casa, corrió, era tarde, entrò con toda la fuerza que había ahorrado por años, ella lo miraba, muda, estática, ni una sola silaba, un gemido, nada…

El levantò las viejas  persianas de metal que lloraron dolorosamente, permitiendo que la lùz acumulada de muchas lunas entrara como si fuese un medio día azul y bajo esa magia de polvo viejo Dionisio vació estantes y cajones y la calle vio amontonarse años de ofertas y saldos en una pira altamente inflamable.

Al final el viejo almacén quedo vacìo como una boca hambrienta y Dionisio viò. Viò realmente y llorò, mientras tiraba el último hueso del almacén.

Ese fue un amanecer brumoso.

Los vecinos despertaron a la visión de la ùltima barata del almacén de ramos generales, primero tímidos y luego enardecidos por la fiebre que producen los regalos inesperados. Se abalanzaron sobre muebles, perchas, rezagos del invierno del 63 y kilómetros de cintas aterciopeladas, y poco a poco fueron desapareciendo las migajas del festín. Un poco màs atrás, un joven desgarbado y triste esperaba… cuando ya no quedaba nada, cuando estuvo seguro de que nadie se lo iba a  llevar, se acercò despacio. Con cuidado levantò el desnudo maniquí, lo mirò embelezado y descubriò que era para èl.

Ella era perfecta: El cuerpo firme, los ojos lejanos, edad indefinida.

 

 

 

                                                                                     Damián Varia. Enero del 2010.

 

 

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CRIMEN

 

 

Soy otro viejo más, uno cualquiera, de los que caminan de su casa al parque todos los días. No molesto. Los vecinos me conocen y saludan.

Salgo, no soporto el encierro. La casita está muy bien, casi lujosa diría, pero no puedo quedarme. Hago el mismo recorrido de siempre, tal vez, nunca lo admitiría, sólo para pararme frente a la vidriera de la esquina. Pulcro, mirada altiva, nada mal para un hombre de mi edad. En el vidrio se refleja también otra imagen, como una sombra que pasa rápido por detrás, giro, no hay nadie. El vidrio me devuelve una sonrisa, los reflejos aun funcionan y eso me da cierto orgullo, me hace sentir vivo.

El otoño recién comienza. Un par de horas en la plaza jugando ajedrez o leyendo un libro logran acallar cualquier voz extraña. Por sobre todo me gusta charlar, de casi todo, los demás están un poco oxidados y solo asienten, sin entender demasiado. Pero así es nuestra historia, las cosas pasan y casi nadie las ve, solo unos pocos con el valor necesario para hacer algo, pero eso es pasado, no lo olvido.

Comienza a refrescar. Un muchacho me mira, es raro, los jóvenes no miran, ni se quedan en el mismo lugar más de unos minutos. Tengo conciencia de él de a ratos.

Ya no queda mucha gente en la plaza. Trato de concentrarme en el libro, levanto la mirada a cada instante buscando algo, estoy nervioso, no tiene sentido seguir con la lectura y comienzo a caminar hacia mi casa. En las primeras cuadras algunos negocios con sus luces encendidas me reconfortan, pero un poco más allá comienzo a sentirme incómodo. Tal vez este juego de estar alerta me ha puesto paranoico. Si hasta escucho los pasos que se acercan. No volteo, sigo caminando, cada vez más rápido. Alguien esta tratando de alcanzarme. Estoy cerca de la casa, la puerta, los pasos, me abalanzo jadeante, estiro la mano, llego al picaporte, detrás mío alguien pasa y se aleja.

Hace dos días que no salgo. Primero fue fácil encontrar razones, el frío, una ligera tos, algunas tareas pendientes en la casa, pero después todo se fue desmoronando. No puedo ocultarme, siento miedo. Desde la ventana veo una silueta gris que vigila, no siempre en el mismo lugar, pero siempre ahí, esperando.

Miro el teléfono, hace semanas que no suena, estoy solo. Nadie a quien llamar.

Pasa otro día, hoy la figura no aparece, alguna vez estuvo?

Ya no tengo que comer, el hombre que soy necesita salir y probar que no hay nada.

La calle está desierta, hace mucho frío, el aire helado me renueva, la locura es para los débiles. Camino rápido, seguro, sin mirar atrás, por calles distintas a las de todos los días, que me hacen sentir más seguro. Soy un hombre libre.

Llego a la esquina del parque, miro hacia atrás por primera vez, quiero ver al fantasma del miedo a los ojos y decirle que no tiene poder sobre mí, que se vaya. Allí, a menos de un metro, al alcance de mi mano está el hombre, la silueta. Me quedo quieto, inmóvil, busco ayuda. No hay nadie.

Grito pero sólo logro un gemido apagado.

 

_ ¿Que quiere? Porque?

Silencio.

 

El hombre joven apunta cuidadosamente y dispara. Dos nombres.

Me estremezco.

Otro disparo. Un lugar.

Comienzo a caer.

El tercer disparo es una sentencia de muerte, como las tantas que ordené en el pasado.

Caigo y suplico…

 

_No me mate, no me mate…

_Ya estás muerto, dice.

 

El huérfano.

El hijo.

El nieto.

Gira y se va. Mientras el humo de la pólvora se extingue en su boca.

 

Damián Varia

2007

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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Megafón

Megafón

He aquí una pista, o más bien el camino directo hacia…. alguna parte

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Parapeto

Parapeto

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